La cultura política da sustento a un conjunto de objetos y acciones políticas observables, es decir, a instituciones políticas, al igual que a aspectos políticos de las estructuras sociales. Mientras las estructuras políticas dictan la acción política, la cultura política es el sistema de creencias empíricas, símbolos expresos y valores que definen la situación donde la acción política se lleva a cabo. En otros términos, la cultura política afecta, a la vez que es afectada por, la forma como operan las estructuras políticas. De tal manera, sólo la vinculación entre ambos aspectos puede integrar al conjunto de las funciones políticas, es decir, dar cuenta del sistema político en su totalidad.
No cabe duda que los distintos componentes de la realidad social son interdependientes y que la estructura política impacta a la vez que es impactada por las creencias, actitudes y expectativas de los ciudadanos; sin embargo, si se conviene en que la cultura política es la forma en que los miembros de una sociedad procesan sus propias estructuras o instituciones políticas, o sea, sus experiencias con el gobierno, los partidos políticos, la burocracia, los parlamentarios, etc.
Dado que las democracias más estables se asentaron en sociedades caracterizadas por un alto nivel de industrialización y, en general, de desarrollo económico, esto se consideró un prerrequisito para la implantación cabal de las instituciones democráticas. No cabe duda de que el desarrollo industrial ayuda a debilitar las tradiciones, y de que los niveles altos de vida pueden incrementar la confianza interpersonal que es un componente de la cultura democrática. También se ha probado que los niveles elevados de escolaridad y un mayor acceso a la información son elementos que impulsan la participación política de los ciudadanos.
Sin embargo, algunos estudiosos, que como Ronald Inglehart han realizado en años recientes y desde una perspectiva de reivindicación de los modelos culturalistas trabajos empíricos sobre cultura política en diferentes naciones desarrolladas del mundo occidental, han demostrado que el desarrollo económico por sí mismo no necesariamente conduce a la democracia; solamente puede hacerlo si lleva consigo, en forma paralela, cambios en la estructura social y en la cultura política.
El hombre tiene necesidades prioritarias que satisfacer y, en ese caso, no se plantea sino cubrir necesidades elementales de orden sicológico. A esto le denomina valores materialistas. En cambio, cuando tiene garantizadas su seguridad y su subsistencia descubre necesidades de otro orden, como la pertenencia a un grupo, la realización de sí mismo, la satisfacción de intereses intelectuales o estéticos, es decir, reivindica valores posmaterialistas.
El problema aquí es que los cambios de una cultura materialista a una posmaterialista están enraizados en los cambios que se sucedieron en el terreno de la economía y de la organización social, es decir, no pueden explicarse por sí solos.
Los indicadores culturales que ejercen mayor influencia sobre el mantenimiento de las instituciones democráticas son:
1) un alto nivel de satisfacción personal con el estado de cosas, que deriva en actitudes positivas hacia el mundo en que se vive;
2) una alta tendencia a la confianza interpersonal, que es indispensable para el establecimiento de asociaciones y organizaciones encaminadas a la participación política, y
3) un rechazo al cambio radical, es decir, de ruptura de la sociedad, lo que visto de otra manera quiere decir una defensa del orden existente y de su capacidad para impulsar su propio cambio.
Estos tres factores conforman una especie de racismo cultural que se relaciona estrechamente con la vigencia, durante un tiempo prolongado, de instituciones democráticas. A pesar de que estos factores experimentan fluctuaciones en distintos momentos de acuerdo con experiencias o situaciones económicas o políticas específicas, persiste una continuidad cultural básica dada la gran durabilidad de los componentes culturales. De tal suerte, la literatura sobre cultura política plantea que la evolución y persistencia de una democracia ampliamente sustentada requiere de la existencia de una población que desarrolle hábitos y actitudes que le sirvan de soporte.
La satisfacción personal con el estado de cosas en general, esto es, con el trabajo, la familia, el tiempo libre, con la propia organización de la sociedad, etc., es un factor que respalda muy marcadamente a una cultura cívica. Los estudios sobre cultura política han comprobado empíricamente que la seguridad económica tiende a favorecer el sentido de satisfacción con la vida, haciendo que ésta se convierta en una verdadera norma cultural.