El presidente López Obrador tiene una extraordinaria capacidad para mover las pasiones de quienes simpatizan con él.
En su manera de entender y ejercer el poder siempre es necesario tener un enemigo al cual golpear.
Los enemigos cambian de acuerdo a circunstancias y momentos. Todo con relación a lo quiere obtener y hacer valer.
Para eso construye historias, algunas verdaderas, pero con mucha frecuencia francamente mentirosas.
El objetivo es dar nota y a través de ella llegar a sus audiencias que quieren oír precisamente esas narraciones.
Son historias que ubican con nombre y apellido al enemigo y polarizan siempre a la sociedad. De eso se trata.
La narrativa es sencilla y muy efectiva. Se articula a partir de dos binomios: bueno y malo y culpables e inocentes.
Los buenos e inocentes somos nosotros, dice el presidente, y los malos y culpables los otros, que son los enemigos.
En su comunicación no se ubica como el presidente y el jefe del Estado, sino como la cabeza de una fracción.
A él no le interesa gobernar para todos. Lo hace solo para los suyos. Solo para los que están de acuerdo con él.
Sabe que paga un precio, pero en su análisis de costo-beneficio le reditúa. Es la lógica del cálculo político.
Sus historias y discursos están hechos para crear y promover pasiones. Las que quiere se despierten y operen.
La comunicación busca que sus simpatizantes estén siempre activados en apoyo a él y sus decisiones.
Dice, es parte del discurso, que no entra en provocaciones y enfrentamientos, pero los busca y provoca. Tirar la piedra y esconder la mano.
Así, el presidente incita, entre otras cosas, a que sus simpatizantes reaccionen con mucha violencia en las redes sociales.
No hay nada que indique que vaya a cambiar su manera de comunicarse y de actuar. Para él son muy rentables.
¿En la sociedad qué puede provocar seis años de pasiones creadas y movidas por el presidente?
En la medida que pase el tiempo lo sabremos.